Al celebrar la gratitud y el amor a una madre es bueno recordar el origen: desde el momento que nos acogió en su vientre (gracias al don que, por supuesto, recibe junto al padre).
Por Priscila Guerra. 15 mayo, 2018.A propósito del segundo domingo de mayo, me pregunté hace poco, ¿en qué momento se termina de «ser madres»? No me referiré a aquellas que no han podido o no han querido serlo. Mi atención se concentra en quienes –por decisión libre– aceptan este don maravilloso. Estas últimas, a pesar del cansancio, los miedos y las dudas, buscan fortalecer el vínculo original que tienen con sus hijos y evidencian que su rol no tiene fecha de caducidad (saben que quien verdaderamente ama no quiere terminar de amar jamás).
La inicial cuestión me encaminó a esta otra: ¿cuándo se empieza a «ser madre»? Parece que la respuesta automática es: desde que sus hijos nacen. Sucede lo mismo cuando pensamos en un cumpleaños, que referimos comúnmente como «el día que se empieza a existir». No es cuestión de credo el saber que la vida humana inicia con la concepción. Siendo así, y por correspondencia natural, la misión de «ser madres» tendría que surgir antes del nacimiento: desde que se acoge en el vientre, milagrosa y admirablemente, a una nueva vida.
Alguien podrá objetar: “pero no existe comparación entre llevar un embarazo y enfrentar el parto”. Admitir desde qué momento se empieza a «ser madre» no es excluir los innumerables retos que ella asumirá posteriormente (como el dar a luz, por ejemplo). Tampoco es negar el valor del nacimiento, acontecer importantísimo donde notamos la luz (del mundo exterior). Es afirmar, en cambio, que podemos (empezar a) llamar madre a la persona que acoge a su hijo en el vientre, que sabe que al cuidarse está cuidándolo, que vive –en carne propiav la experiencia más íntima de la coexistencia (existir con otro, en compañía).
Por ello, al celebrar la gratitud y el amor a una madre es bueno recordar el origen: desde el momento que nos acogió en su vientre (gracias al don que, por supuesto, lo recibe junto al padre). Y celebrar cada día, de forma sencilla, sin tantos regalos que el consumismo nos impone, pero con pequeños gestos que, uno con otro, puedan conformar una gran fiesta.